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viernes, 28 de diciembre de 2012

Día de los inocentes


Los festejos navideños de antaño, junto con los ceremoniales y variadas costumbres de la interminable cuaresma y la Semana Santa ocupaban gran parte de la imaginación y actividades de los abuelos de nuestros bisabuelos: basta con leer La Vida en México, de la Marquesa Calderón de la Barca, las Memorias de mis tiempos de Guillermo Prieto y las variadas novelas históricas de tiempos pasados para entretenerse con apasionantes y divertidas narraciones sobre años pasados.

Algo, ya casi desaparecido, es lo que se hacía antaño en este día, 28 de diciembre, en que se recuerda a los inocentes, sacrificados por Herodes en busca del Niño Jesús, después de que los magos regresaron a sus tierras. Uno de los “festejos” más memorables que me viene a la mente es lo que le ocurrió a Enrique Díaz León, cuyo nombre sustituyó a la antigua calle de Tolsa. (No Tolsá, por favor, puesto que no fue por el arquitecto Miguel Tolsá).

En el diario tapatío Las Noticias del 28 de diciembre de 1931, bajo un título en letras muy negras apareció “de última hora” la siguiente nota: “falleció ayer el rector de la Universidad. Repentinamente dejó de existir a las 18:00 horas el señor Enrique Díaz de León. A las 6 de la tarde de ayer falleció en su residencia de la Av. Vallarta 1033 el señor don Enrique Díaz de León.

La noticia de su muerte cundió rápidamente por la ciudad, causando verdadera consternación, ya que no se tenía noticia de que hubiera estado enfermo. Breves noticias dicen que el señor don Enrique sufrió un ataque cardiaco que determinó su muerte inmediata. A su domicilio estuvieron acudiendo numerosas personas que cultivaron su amistad entre quienes se encontraban funcionarios públicos, políticos, profesionistas, profesores de las facultades y estudiantes, desfilando en gran número por la cámara mortuoria. Según participantes, los funerales serán hoy a las 10 hrs, debiendo partir del cortejo fúnebre de la que fue la última morada del extinto”. La lectura de esta nota causó tremendo revuelo en Guadalajara. Nadie puso en duda la veracidad de la información, puesto que nadie recordó que era el día de los inocentes. El gobernador del estado Juan de Dios Robledo, el presidente municipal, el Congreso local y numerosas instituciones y particulares se apresuraron a enviar ofrendas florales a la casa del rector. Contaban que el propio Díaz de León leyó la noticia de su “fallecimiento”, poco después de las 8 horas. Para ese momento las llamadas telefónicas eran incesantes, continuaban las visitas y comenzaban a llegar coronas mortuorias y ofrendas florales.

Ante la imposibilidad de evitarlo, el rector tomó su automóvil y se fue a Chapala. Al siguiente día, en la tercera página del mismo periódico apareció este comentario: “Nuestra inocentada: las más rendidas excusas al buen amigo Enrique Díaz de León, por las molestias que haya podido causarle nuestra inocentada de ayer”. Díaz de León permaneció en Chapala 3 días. Al principio, creyó que un grupo de estudiantes eran los autores de la broma; pero se dio cuenta de que había sido el político Luis F. Ibarra con anuencia del gobernador Robledo. A principios de 1934, Enrique Díaz de León renunció a la rectoría de la Universidad de Guadalajara.

La vida tiene sus bromas, porque el 28 de diciembre de 1937, es decir 6 años exactos en día de mes y año, Díaz de León murió a consecuencia de un viejo padecimiento hepático, en la capital de la República. Muchos creyeron que era otra inocentada, recordando la fecha y la broma de hacía 6 años. Sus amigos y discípulos se congregaron al día siguiente en los andenes de la estación de ferrocarriles, cerciorándose con pena que en esa ocasión no había broma y no se trataba de una inocentada. Díaz de León fue sepultado en el panteón de Belén.

Después de solemnes oraciones fúnebres de los señores Pedro Vallín, José Luis Herrera, Gonzalo Carrera Córdoba, el profesor Víctor Gallo y el periodista Ricardo Covarrubias.
Recuerdo que, en mi infancia, las inocentadas eran frecuentes. Por lo común, cuando “el inocente” caía en la trampa, la persona “agresora” le recitaba la fórmula clásica: “inocente palomita que te dejaste engañar, sabiendo que en este día nada se debe creer” y simultáneamente se entregaba al inocente un chocolate acompañado de algún regalito festivo.
FUENTE: Milenio

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